
Ya llevaba el tiempo suficiente esperando el desastre.
Tenía hambre de cataclismo.
El hambre era un dolor que desaparecía muy deprisa : uno sufría sus consecuencias sin sufrir más dolor.
El hambre tardó en morir en la boca de mi estómago.
Su agonía duró dos meses que me parecieron un largo suplicio.
Después de dos meses de dolor, se produjo finalmente el milagro : el hambre desapareció, dando paso a una alegría torrencial.
Había matado mi cuerpo.
Lo viví como una victoria asombrosa.
La voz interior, subalimentada, se había callado.
Mi pecho volvía a ser plano.
Ya no sentía una pizca de deseo...
a decir verdad, ya no sentía nada.
Aquel modo de vida me mantenía en una era glacial en la que los sentimientos ya no crecían.
Fue un respiro : había dejado de odiarme a mí misma.

Cuanto más adelgazaba, más sentía que se derretía lo que me hacía las veces de espíritu.
Más allá de determinado límite, lo que entendemos por alma se marchita hasta desaparecer.
Esa miseria mental del ser desnutrido resulta tan dolorosa que sería un error ver en la anorexia una inteligencia propia.
Sería bueno que esa evidencia fuera finalmente asumida : la ascesis no enriquece el espíritu.
Las privaciones carecen de virtud.

20.000 personas mueren al año por anorexia y bulimia.
Hambre de aceptación... hambre de amor...
y todas las hambres... de hambre mueren...
Biografía del hambre, Amélie Nothomb